Barcelona: una profunda e interminable siesta

Nociones Corales
12 agosto, 2020

Por Felipe Pich-Aguilera para la Fundación Tejido Urbano

”Entre todos estamos reiniciando el sistema de nuestra ciudad, como si volviéramos a enchufar el mecanismo del ordenador tras un colapso fatal.  Yo solo deseo que, en adelante, no olvidemos esos pequeños hábitos que han dado sentido a nuestro tiempo de reclusión.”

Los espacios urbanos han sido transformados para permitir las reuniones con distanciamiento social.

Por Felipe Pich-Aguilera¹

Desde que a mediados de marzo el Gobierno decretó el estado de alarma sanitaria, en Barcelona hemos permanecido confinados tres meses en casa. Ahora que empezamos a recuperar nuestro libre movimiento, viene bien pensar en esa etapa surrealista por la que hemos pasado para tratar de aprender algo de todo ello, antes de que nuestra memoria cierre ese expediente y lo archive en algún lugar imposible de nuestra cabeza.

Ciertamente, la situación ha sido paradójica, al menos desde la mentalidad europea. Todos y cada uno de los ciudadanos fuimos obligados institucionalmente a recluirnos en el menos institucional de los recintos posibles: nuestra propia casa. De un día para otro, la red de equipamientos al completo cerró sus puertas. Los centros de salud y los hospitales quedaron saturados, y se dieron instrucciones de cómo lidiar con la enfermedad cada uno desde su domicilio. Es decir, el mullido espacio institucional con el que nos abrazamos para garantizar nuestro confort físico –y también mental– de repente quedó reducido al grueso mínimo de un papel de fumar. Lo puramente doméstico y lo más próximo era básicamente con lo que podíamos contar. La familia, los amigos, los vecinos de enfrente, esa ha sido nuestra red de soporte.

Durante ese tiempo, también la ciudad se redujo a lo más inmediato. Recorrer andando los comercios del barrio; la farmacia, el colmado, la licorería… y muy poco más. Por increíble que parezca, fuimos desplegando nuestra vida y sus rutinas dentro de un perímetro minúsculo, comparado con la existencia cosmopolita que hasta entonces habíamos vivido. Aprendimos a valorar las pequeñas cosas que siempre estuvieron ahí, porque faltos de mayores perspectivas no tuvimos más remedio que empezar a mirarlas y acercarnos a ellas. El balcón de casa al que apenas habíamos salido, el pequeño banco de la esquina donde siempre da el sol después de comer, un grupito de árboles que desde la acera sube sus flores de color violeta hasta la altura de nuestra ventana. Ha habido tantas cosas que nuestro barrio nos ha regalado cada día, porque hemos tenido el tiempo y la necesidad de apreciarlas.

Tuvimos también algunas sorpresas insólitas y agradables, como las calles sin tráfico de coches. Durante todo este tiempo la ciudad ha permanecido silenciosa y pacífica. Esa quietud me evoca la infancia, cuando Barcelona se vaciaba en el mes de agosto. Como entonces no había apenas turistas, muchas partes de la ciudad parecían dormir una profunda e interminable siesta. Tengo un nítido recuerdo de subir caminando por el medio de la calzada del Paseo de Gracia, desde las Ramblas hasta la Diagonal. Evidentemente, esas calles existían mucho antes de que los coches las ocuparan. Eran el espacio compartido en el que convivían solapadamente muchas actividades, y eso hacía que la ciudad fuese un lugar bullicioso y no ruidoso como es ahora.

Durante este tiempo, los espacios verdes han ido creciendo de manera espontánea. Nadie se ha ocupado de podar las plantas, ni de segar la hierba, ni de plantar flores de temporada en los parterres de las avenidas. Nada de eso se ha hecho, y sin embargo la naturaleza ha seguido su curso y hemos visto cómo día a día tomaba su espacio en medio del cemento y el asfalto, dado que los meses de encierro aquí han sido tiempo de primavera. El caso es que el paisaje de Barcelona es hoy más verde que nunca. Un manto desaliñado y exuberante hace que el tejido urbano sea más rural y afable.

Hemos visto cómo los vecinos del barrio salían del anonimato de sus recintos, para manifestar opiniones e incluso para expresarse creativamente. Quizás hayamos conocido de una vez por todas a muchos de ellos, con los que antes apenas nos saludábamos al cruzarnos en el ascensor. Un profesor de música nos ha regalado cada jueves por la tarde, desde su balcón, un breve y sentido concierto de clarinete. Una familia al completo cada día se ejercitaba abiertamente, propiciando una clase de gimnasia rítmica a la que han acabado sumándose casi todos los vecinos de la calle.

Ahora, en Barcelona todo empieza a recuperar su cauce habitual. La gente sale a la calle, se reúne en los bares, y muchos vuelven a ir a trabajar regularmente a la oficina. Entre todos estamos reiniciando el sistema de nuestra ciudad, como si volviéramos a enchufar el mecanismo del ordenador tras un colapso fatal.  Yo solo deseo que, en adelante, no olvidemos esos pequeños hábitos que han dado sentido a nuestro tiempo de reclusión. Que conservemos la visión del paseante, para recorrer los rincones del barrio y empatizar con los vecinos, porque ese es el verdadero germen que construye la ciudad.

Este texto fue redactado el 29 de junio de 2020.

Ahora, en Barcelona todo empieza a recuperar su cauce habitual. La gente sale a la calle, se reúne en los bares, y muchos vuelven a ir a trabajar regularmente a la oficina.
¹ Doctor arquitecto. Cofundador de Picharchitects/pich-aguilera. Graduado en 1984 por la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Cataluña (ETSAB-UPC). Profesor de ArchitectureUIC y director de la cátedra de Investigación de Industrialización y Medioambiente. Presidente de GBCe (Green Building Council España) del 2009 al 2017. Su trabajo con la realidad de la industrialización y el medio ambiente le han permitido implementarlo en las obras del estudio, así como dictar cursos y conferencias a nivel local, estatal e internacional.
Fotografías: Ajuntament de Barcelona, CC by 2.0, https://www.flickr.com/photos/barcelona_cat/49962952961/in/album-72157714446240971/ y https://www.flickr.com/photos/barcelona_cat/50089735457/.