Tejido Urbano opina acerca de la fiebre amarilla al COVID, la infraestructura como soporte de la pandemia

Por Pablo Roviralta para la Fundación Tejido Urbano.

Arquitecto (UBA). Ex presidente del Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires. Ex director provincial de integración barrial de la Provincia de Buenos Aires. Presidente de la Fundación Tejido Urbano. 

 

*Esta nota fue publicada originalmente en el número 963 del suplemento ARQ-Clarín, en febrero de 2021.

A lo largo de la historia las enfermedades infecciosas fueron la principal causa de mortalidad. A principios de enero de 1871 “The Standard”, un prestigioso periódico de la colectividad británica señalaba entusiasmado los cambios que la Ciudad de Buenos Aires había experimentado durante la década pasada. “Sería imposible -escribía Mulhall, su director- hallar un paralelo en país alguno del viejo mundo, ni aún en los estados occidentales de América”. Hablamos de una ciudad de unas 4mil hectáreas encerradas entre el Río de la Plata por el Este, la actual calle Medrano y su prolongación por el Oeste, el Riachuelo por el Sur y las barrancas de la Recoleta al Norte. Ningún obstáculo había impedido que esa ciudad, con vocación de progreso, multiplique las millas de sus ferrocarriles, la red de tranvías, agua corriente y telégrafos, el movimiento postal y la navegación. 

Por esa época, una epidemia de fiebre amarilla amenazaba Buenos Aires con síntomas inquietantes. Se cree que vino de Paraguay, por la guerra recientemente concluida, o bien del Brasil, diezmado por este brote. Según relata Ismael Bucich Escobar, aquí causó estragos, cobrándose la vida del 8% de los porteños (13.600 habitantes), en su mayoría inmigrantes (mitad de ellos italianos), produciendo un éxodo sin precedentes al interior del país, y reduciendo la población y la actividad económica de Buenos Aires a una tercera parte. Entre las causas de su furiosa propagación, figuran dificultades que hoy, un siglo y medio más tarde, conservan actualidad: provisión insuficiente de agua potable, contaminación de napas con desechos humanos, clima cálido y húmedo (llegó en pleno verano), el hacinamiento en que vivían los recién llegados de Europa en malas condiciones y, a unos pocos kilómetros, un riachuelo contaminado. 

Sin embargo, la historia nos revive experiencias pasadas. A fines de 2019 China advirtió el inicio de una nueva pandemia con la llegada del COVID19. En Argentina se declaró una estricta cuarentena, pivoteando entre un aislamiento y un distanciamiento obligatorios, instalando la supremacía sanitaria por sobre la economía: el Presidente Fernández priorizó “tener un 10 por ciento más de pobres y no 100 mil muertos”. Se establecieron subsidios a hogares y empresas para atender la emergencia. La conjunción de un gobierno debutante y una amenaza sanitaria incierta (con postales alarmantes de Europa) consiguió que una razonable adhesión social durante el período invernal permitiera contener la pandemia mientras se reforzaba el sistema sanitario y se avanzaba hacia una posible vacuna. 

El hartazgo, la necesidad económica y desmanejos en la comunicación motivaron la desobediencia civil, acrecentada por movilizaciones, un velatorio pantagruélico, festejos millonarios y todo tipo de expresiones públicas sin ningún cuidado sanitario. A partir de entonces, cualquier llamado a la prudencia fue inútil. Los rebrotes a los que asistimos correlacionan con aquellos sucesos, y las fiestas de Navidad y Año nuevo. 

Durante los primeros seis meses de cuarentena el hábitat ocupó el centro de la escena pública. Los hogares se transformaron en salones de usos múltiples, sumando virtualidades educativas, laborales y hasta gimnásticas. Por su parte, el hábitat popular -las villas y asentamientos de todo el país- demostró sus falencias. La campaña #quedateencasa parecía una mala broma considerando sus limitaciones materiales y de acceso a servicios básicos. Pronto llegó la respuesta “¿en qué casa?” de Ramona Medina, una militante en Villa 31 que falleció semanas más tarde a causa del virus importado. Así y todo, los vecinos residentes en esos barrios nos refieren un Estado presente, al menos en CABA, un compromiso estatal nunca antes visto para la distribución de alimentos y elementos de higiene. Agreguemos que, sin el apoyo de comedores comunitarios y organizaciones sociales preexistentes, el daño hubiera sido mucho mayor. 

Dicho esto, resulta inevitable señalar que, por mejor voluntad que se ponga para controlar este tipo de amenazas, resulta insostenible la vida urbana sin acceso a servicios básicos: acarrear agua a un hogar de seis o más personas desde un punto de aprovisionamiento no sólo puede demandar horas; en verano puede multiplicar contagios. Paradójicamente, los índices de letalidad sobre infectados en villas y asentamientos son sustancialmente menores que los de la Ciudad de Buenos Aires en su conjunto: 1,6 y 3,5% respectivamente. 

La parálisis económica que produjo el COVID-19 dio paso al miedo, un recurso que usan los gobiernos para disciplinar conductas. La híper-recesión rompió la cadena de pagos de sutiles microeconomías sostenidas por la confianza, afectó estructuralmente al empleo informal y el comercio de feriantes, y dejó sin ingresos a miles de familias inquilinas de barrios populares, donde los índices de inquilinización superan, habitualmente, a los de la ciudad formal. No cuesta mucho trazar una parábola entre esa contracción de ingresos de residentes de hogares hacinados de barrios populares y las tomas de tierra; la usurpación del predio de Guernica nos mantuvo en vilo durante semanas. En su origen, todos los barrios populares del país (4416 contabilizó el RENABAP en 2018) fueron tomas de tierras. Se producen a razón de 15 o 20 por año. No así en CABA, a donde ya no se toman nuevas tierras.  

En estas semanas los medios nos acercan imágenes de festejos multitudinarios en lugares de veraneo, en playas y sierras. En las villas y asentamientos la juventud está sobre representada. Tampoco allí los jóvenes resisten el encierro. Las condiciones domésticas son tan precarias que las calles y pasajes se convierten en plazas lineales, lugares de encuentro y de intercambio. Allí el auto pide permiso y no al revés. Ilustremos con datos las densidades relativas de la ciudad formal y la informal. En la Ciudad de Buenos Aires residen cerca de 3 millones de personas dentro de una superficie de 200 km2. Sin embargo, las villas y asentamientos de la Ciudad ocupan alrededor de 3 km2, con unos 280 mil residentes, esto es: el 9,3% de los habitantes reside en el 1,5% de la superficie. Estos valores no serían tan dramáticos si contaran con una infraestructura capaz de atender las necesidades básicas de su población.          

Hace 150 años la pandemia suscitó la creación de la Comisión Popular de Salubridad Pública. Buenos Aires era una ciudad de 180 mil habitantes que ocupaba la quinta parte de su superficie actual. De acuerdo a Wikipedia aquella comisión arriesgó la vida de figuras ilustres, como José Roque Pérez, Héctor VarelaAdolfo Alsina (vicepresidente de la Nación), Adolfo Argerich, el poeta Carlos Guido y Spano, el expresidente de la Nación Bartolomé Mitre, el canónigo Domingo César, el sacerdote irlandés Patricio Dillon. Con su accionar y el del Municipio pusieron en marcha grandes obras para el desarrollo local. Entre ellas, el Cementerio de la Chacarita, un tendido de ferrocarril que unía el Centro con este nuevo camposanto; más una verdadera revolución higienista, tendencia universal que aceleraría el proceso de urbanización de la humanidad. A las puertas de un rebrote, nos preguntamos cuál será nuestro legado para las generaciones futuras.  

Fotografía: Personal de Salud en Villa Azul, Quilmes, en un operativo para detección de COVID. ANRed, CC by 4.0, https://www.anred.org/comunicado/comunicado-de-prensa-de-vecinos-de-villa-azul-quilmes/.