La Oscuridad

Nociones Corales
29 julio, 2020

Por Santiago Sarrabayrouse para la Fundación Tejido Urbano

“Sabíamos que esta guerra era una guerra santa, que nos resignamos a perder mucho antes de saber que teníamos que pelearla. La luz contra la oscuridad.”

Y vi en ese cielo oscuro una estrella, o dos… o mil. ¡La luz por fin! Ínfima y eterna, parpadeante, a millones de años luz de acá.
El Acercamiento del Arcángel Miguel, grabado de John Martin, 1826.

Por Santiago Sarrabayrouse¹

La oscuridad avanza sin freno con su horda de jinetes apocalípticos. Fantasmagórica figura, reina siniestra que todo lo inunda, todo lo corrompe. Avanza y todo cubre con su infinito manto de eficiente destrucción, cayendo sobre nuestros cuerpos ínfimos, impuros y mortales.

Al oscurecer, todo oscurece, y en el anochecer de los sueños me sepulta en un campo de negro dolor impío. El jardín de los olvidados, de los parias silenciosos, de los que deambulan sin rumbo, y que no duermen y no descansan. No existen plegarias que frenen su decidido avanzar, su hambre voraz de destrucción. Y así el cielo y la tierra se funden en la negrura más perversa e infinita, y ni los dioses se atrevieron a detenerla.

Y la oscuridad, siempre certera, me alcanza y se apodera de mí. Tomándome por sorpresa y penetrando en mis carnes, como la filosa espada del juicio final, me desgarra, me disfruta y me arrastra, dejándome sin aliento… Me exprime hasta el hastío; y sin reacción quedo sin alma desangrándome…

Dicen quienes fueron testigos del poderoso actuar de ella, la silenciosa diosa del inframundo, que al quitarnos lo único que poseemos los mortales, en el segundo antes de partir, sus víctimas reflejan alegría en sus miradas, porque se dan cuenta de lo fácil que era soltar eso a lo que se habían aferrado tan fuertemente, tan devotamente… y es un alivio, una salvación.

Pero yo no estaba programado para ponerme fin, y solo me resigné a ser testigo temeroso de la nada.

Ella sonrió invencible.

Estábamos oscuros y sucios en nuestros cuartos llenos de vacío, llenos de oscura desesperanza. Quizás pagamos las culpas de lejanos pecados, cuentas pendientes de quién sabe qué vida. Una especie de purgatorio pero más oscuro, más funesto. Era nuestro infierno en vida, nuestro propio averno de hielo y oscuridad, esperábamos el milagro de lo que nunca iba a suceder.

Sabíamos que esta guerra era una guerra santa, que nos resignamos a perder mucho antes de saber que teníamos que pelearla. La luz contra la oscuridad. Fuerzas infinitas y opuestas, naturalezas muertas y vivas, inertes e inmóviles; con comienzo pero sin fin.

Dolor… muerte… soledad… ¿Adónde van a parar estas almas paganas? ¿Dónde está el peregrino que ilumina el camino de los ungidos? Ángeles y demonios que bailan ante la invisibilidad de los ojos del hombre. Alimentándose de nuestro dolor terrenal, egoísta y sádico.

Lloré en el silencio de los otros, mis socios de la oscuridad, mis compañeros anónimos, que, como yo, también llegaron penosos hasta aquí. Esos otros peregrinos quizás más valientes, quizás más fuertes, que contemplan con hidalguía mi sufrido subsistir. Éramos piedras, rocas ásperas y sombrías que esperan eternamente y se desmoronan segundo a segundo en un constante nunca dejar de caer.   

Pero como si de la nada pudiese haber creación, como si solo Él pudiera lograrlo, apareció la explosión dentro de las explosiones, algo cuasi divino. Te hiciste real… y los ojos se abrieron por primera vez, como intentando ver un poco más. El corazón se despertó de su eterno letargo y hubo electricidad, movimiento. La roca ya no fue roca, se derritió en lava incandescente que ablandó la dureza de mi armadura sepulcral. Tu figura se irguió en la oscuridad más oscura. Podía ver, podía verte, estábamos vivos. Tu cara me refrescó como una mañana estival. Tu boca fue el oasis místico, consuelo para mi desierto de soledad. Tus ojos, donde quise encontrar los cielos, me encandilaron con su hermoso resplandor. Tu pecho generoso se alimentaba de mi respiración… y en un suspiro quiero respirar tu aire y vos el mío y asfixiarnos…

Te vi, te contemplé, te gocé. Vi tu figura, real, imperfecta. Toqué tu cuerpo ardiente de placer uniéndose en deseo con el mío. Dos almas, dos cuerpos… éramos uno.

Acostados en el lecho universal que nos reencontró con el cielo inmutable de testigo, fue tu mano la que me guió como la flecha de plata de Artemisa. Se hacía infinita, surcando la negrura del inmenso universo. Y vi en ese cielo oscuro una estrella, o dos… o mil. ¡La luz por fin! Ínfima y eterna, parpadeante, a millones de años luz de acá. Un punto brillante en el telar negro del destino, un rasguño en el monstruo poderoso e invencible. Un destello, una oportunidad… una esperanza…

Y fue tu voz la que rompió violentamente el vacío de la nada, del silencio, de la oscuridad… y escuché… lo que me dijiste al oído…

Si después de tanta oscuridad podemos ver, aunque sea una ínfima estrella en el firmamento… solo quiere decir una cosa… estamos ganando”.

Y la oscuridad, siempre certera, me alcanza y se apodera de mí.
San Jerónimo Escribiendo, Caravaggio, 1605.
¹ Médico psiquiatra de profesión, músico y poeta por error. Marido y padre de tres hijos. Amante de la vida, la cocina y los buenos vinos. Siempre hay tiempo para estar con los amigos.
Fotografías: Dominio Público.